Sólo la Antropofagia nos une. Socialmente. Económicamente. Filosóficamente.
Es el inicio del manifiesto antropófago, escrito por Oswald de Andrade en 1928. Freudiano, discurso como resabio surrealista, este movimiento modernista y místico dio origen a lo mejor del arte sudaca. Con ecos amazónicos y el sabor de un Brasil vejado, donde prevalece la música y el color, donde se impregnó la vanguardia, la muestra Antropofagia y Modernidad se inauguró la noche del jueves 16 de junio en el Museo Nacional.
La exhibición se compone de 170 cuadros, todos pertenecientes a la colección Fadel, el acervo privado más importante de arte en Brasil. Esta primera visita de la colección a nuestro país fue posible gracias a la colaboración entre el MUNAL y el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA).
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De la mano de Victoria Giraudo, curadora del MALBA, el recorrido Antropofagia y Modernidad se percibe integral, cronológico, sobrio sin dejar de ser agresivo o sorpresivo. Las salas están segmentadas con coherencia estilística y ambientadas mediante un estrambótico recorrido escultórico, en su mayoría delicias de Maria Martins. La sensación que en un primer momento es orgánica y pasional muta paulatinamente hacia lo rígido y abúlico. A veces la variación se olvida, pero siempre regresa, como un distendido sinsabor o el paso sonámbulo a través de la absurda tiendita de suvenires que separa las últimas pinturas del balcón interior. Lo más engorroso puede ser la sección (que no es corta) de modernismo ordinario. Una secuencia de obras cuya composición fue acarreada y replicada por todas las vanguardias del siglo pasado y en todos lados tuvo éxito. El tipo de pintura que se sostiene como organismo geométrico, donde una combinación de líneas, cuadrados y puntos son suficientes para la expresión estética, que bien puede ser la nada. El tipo de pintura que es más adorno que arte.
Cualquier persona que disfrute de la pintura o la escultura podrá agradecer la muestra. No sólo por diletantismo, también por el simple hecho de que la colección haya llegado a México. Acabando el recorrido me encontré a la curadora. Le pregunté por el retraso de la exposición (estaba programada para inaugurarse el 8 de junio), me comentó que éramos afortunados de que se hubiera podido llevar a cabo. Los problemas políticos que atraviesa Brasil se extendieron hasta el mundo del arte. El montaje se tuvo que llevar a cabo en una semana. A pesar de eso, la intervención de Victoria es digna de mención. Y no es para menos, considerando que lleva siete años trabajando con el millar de obras que componen la Colección de Hecilda y Sérgio Fadel.
Retrato de Oswald de Andrade.
Los primeros cuadros que me llamaron la atención estaban justo en la entrada. Un paisaje con pinceladas espesas y una silueta mujeril, espectral. El nombre de la autora de ambas era Annita. Bastó girar hacia la pared de la izquierda para corroborar mi inmediata fascinación por la pintora. Como si se hubiera comido a Egon Schiele y lo hubiera bailado un rato dentro de ella para luego expulsarlo, con el erotismo transmutado y los matices del trópico, Annita Malfato regala un increíble y atípico inicio de exhibición con los retratos de Mario y Oswald de Andrade.
El retrato de Oswald es nostálgico y misterioso. Su rostro de alguna forma invita a ser seccionado. Me recordó al viejo pescador de Tivadar Csontvary, aunque en realidad sólo en esto se asemejan. Una especie de magnetismo que coincide con la nariz del retratado nos lleva a un lado u otro del cuadro. Sirviéndonos del modelo de color de Plutchik podemos asociar las tonalidades para explicar su emotividad. La figura humana funciona como punto de atracción visual. Lo normal sería fijarnos en ese Oswald alterado por los pinceles más que en los colores del fondo. Lo normal también, aunque mucho más difícil de identificar, es que la combinación de colores nos lleve específicamente los ojos. Son notablemente distintos. Cuando uno repara, está en el lado izquierdo, los pómulos reflejan un morado opaco con matices rojizos y el ojo cubierto por un azul oscuro. La combinación refiere a sentimientos de desprecio: rechazo o enojo. Cuando uno repara, está en el lado derecho, los pómulos van del amarillo a lo rojizo, luego el ojo despejado, café, para que los párpados muestren ligeras variaciones entre el morado y el azul. El sentimiento que de aquí emana es de anticipación, agresividad y, en un grado mínimo, de alegría. La substracción general de la pintura sugiere que el lado izquierdo se acopla con el sentimiento de abandono y la reintegración, mientras que el lado derecho con la reproducción y la examinación. Esto si se está fijando uno en Oswald. Los tonos del fondo son cruciales, sirven como guía antitética para la expresión facial del retrato. Tan inverosímil como dichoso sería alguien que se fijara en la combinación de amarillo y verde en la parte izquierda del fondo antes que en cualquier otra tonalidad de la pintura.
No olvides nunca que vengo de los trópicos.
Un breve pasillo desemboca en esta pieza de Maria Martins. Escultura que se olvidó del bronce y se hizo escamas para recubrir 15 dedos reptiles. Los dedos pertenecen a brazos desfigurados que a su vez provienen de un cuerpo amorfo. A veces se aproxima a los nopales, a veces a los senos.
De frente y algunos pasos atrás, la escultura podría ser una sirena mal cruzada o poseedora de algún síndrome terrible. La sirena agoniza por su decapitación sin olvidarse de su canto. Si uno atiende al llamado y le da la vuelta a la figura asiste al reptil por dentro, a la palma de una mano gigante despreciada por la evolución, rescatada por la belleza atípica de una jungla con un imán en su centro. Me quedo un rato de este lado, siento la obligación de meter la cabeza en la escultura. Descanso espinoso que invita a olvidar la procedencia natural, intento por convencer de que la sombra sobre bronce es sombra sobre piel. Entonces, de lo inevitablemente agónico surge el reto de un abrazo helado, adecuado para tanto calor ficticio. Me acerco un poco más cuando ella misma me detiene, ella misma es acelerador y freno, porque todo es parte de lo mismo: no olvides nunca que vengo de los trópicos.
Dos cinturones cruzados.
El cuadro de Wanda permite únicamente el rojo y el negro, la ira y la nada. De lejos se percibe la interacción entre una flauta y un faro. Se siente una furia lisa, el cuadro más como enemigo que como acompañante. No obstante, sus directrices geométricas sugieren el sosiego cuando uno se acerca a la pintura. Se aprecia un pequeño jarrón rojo para depositar el cúmulo de enojos y reposar en medio de todo ese furor. Tiene que ser en el pequeño jarrón rojo, la clave no podría estar en ninguna otra parte del cuadro. En la esquina superior derecha uno está intrínsecamente acorralado, en la inferior no hay más alternativa que la caída a un cuadrado vacío. Necesariamente regresa uno al recorrido para que los ojos caminen por la flauta de una sola nota: roja. Le falta un final o un inicio al instrumento, que se convierte en pretensión por subir el faro. Pretensión insulsa, pues no hay puerta para entrar, sólo hay una hebilla. Sólo hay un inconfundible fragmento de lo único a lo que en realidad se está asistiendo en esta obra de Pimentel, dos cinturones cruzados.
Antropofagia y Modernidad se exhibirá en el Museo Nacional de la Ciudad de México hasta el 28 de agosto.
Dirección: Tacuba #8, Centro Histórico.
Horario: martes a domingo de 10:00 a 18:00 hrs.
Teléfono: 86 47 54 30 ext. 5065 y 5067.
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