Por Raúl Rodríguez Cortés
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Después de ver la “La Ley de Herodes”, película mexicana de 1999 dirigida por Luis Estrada, se arraigó la generalizada creencia de la corrupción existente en los gobiernos municipales del país, en mayor medida entre los más pobres y marginados. El filme es un reflejo de la realidad, aunque a no dudarlo, son varias las excepciones que confirman la regla entre los dos mil 458 municipios en que está dividido el país. No todos, por lo tanto, exhiben la podredumbre del ficticio San Pedro de los Saguaros que por regla no escrita del gobernador expoliaban el alcalde Juan Vargas (representado magistralmente por Damián Alcázar) en colusión con los poderes fácticos del municipio. Pero todos, al parecer, siguen supeditados al rejuego entre las fuerzas políticas nacionales de las cuotas de poder.
Acaso ésta es la razón última de que los gobiernos municipales sean tan financieramente vulnerables y dependientes de las participaciones económicas de los gobiernos federales en turno.
El pasado miércoles 22 de octubre fuimos testigos de una protesta tan inédita como la reacción a la que dio lugar. Poco más de 300 presidentes municipales del PRI, el PAN y el PRD se apostaron afuera del Palacio Nacional con la exigencia de ser recibidos por el presidente Andrés López Obrador en busca de un acuerdo que palie los efectos de los recortes en las participaciones federales a municipios previstos en el Presupuesto 2020. A la negativa de recibirlos (“no se comportan de la manera debida”, diría AMLO al día siguiente), fueron dispersados con gases lacrimógenos por guardias de seguridad de la sede del Ejecutivo.
Aunque sobre su protesta pesará el prejuicio de la corrupción aludida y la interpretación, correcta o no, de que actuaban impulsados por algún resorte de presión política, no merecen ese trato, ni el amago de cerrarles la llave en sus de por si magros presupuestos, pues son autoridades representativas de sus comunidades.
“Sin municipios no hay México”, ha sido la divisa de esta inédita rebelión.
Y el aserto no solo es razonable porque el municipio es la base de la organización política del país sino porque en ellos descansa la calidad de gobierno y de los servicios públicos. Ambas razones obligan a una relación prudente entre los munícipes y el gobierno federal.
Tras las elecciones más recientes, el mapa de la representación municipal del país se recompuso de manera dramática. El país está dividido en dos mil 458 municipios. Tres son las vías para elegir a sus autoridades: entre candidatos de los partidos políticos nacionales, entre aspirantes de partidos locales o por el mecanismo constitucional de usos y costumbres.
392 lo hacen por esta última vía y dos mil 66 por las dos primeras.
El PRI (y ahí radica gran parte de la fuerza que le queda) es el que gobierna más municipios: 514. Le siguen el PAN con 429, Morena con 365, el PRD con 176, el Partido Verde con 120, Movimiento Ciudadano con 103, el Panal con 84 y el PT con 25.
Los partidos de los alcaldes que protestaron afuera de Palacio Nacional suman la representación de mil 119 municipios, es decir, el 45.5% del total, casi la mitad. Solo por su número, sus demandas son obligadamente atendibles.
Salvo casos excepcionales de un manejo ejemplar en sus finanzas, como Saltillo en Coahuila, Mérida en Yucatán y San Pedro Garza García en Nuevo León, en la gran mayoría impera el desorden. Sus ingresos propios (vía predial u otros municipales) son insuficientes. Por tanto, han crecido sus deudas desmesuradamente y su dependencia de las participaciones federales es absoluta.
La protesta de los alcaldes gaseados parece ser una gran oportunidad para recomponer los términos presupuestales para los municipios. Combatir la corrupción, sí, pero no utilizar ese objetivo virtuoso para asfixiar a alcaldías por haber surgido de la oposición del poder federal en turno. Y eso lleva a que, de una vez por todas, se cancele el esquema que hace de los municipios una rebanada más del pastel para las fuerzas políticas nacionales.