A pesar de la entusiasta participación de la ciudadanía en las pasadas elecciones intermedias, donde más del 52 por ciento de los inscritos en el padrón electoral emitieron su voto, alrededor de 48 millones de mexicanos, Morena obtuvo una tercera parte de los votantes y poco más de la quinta parte de los inscritos en la lista nominal.
Presumir estas cifras como “mantener la mayoría”, cuando entre 2018 y 2021 dejaron de apoyarlos 14 millones de ciudadanos, a todas luces es un engaño, un autoengaño, que puede orillarlos a cometer errores como gobierno y como partido político.
Si eso ocurrió con el partido gobernante, el resto de las instituciones políticas participantes en el proceso electoral, tampoco deben vanagloriarse por algunas posiciones alcanzadas en la contienda. A su manera, los ciudadanos expresaron su desencanto con la forma en que funciona el actual sistema de partidos en nuestro país.
Que cerca de la mitad de los empadronados decidiera abstenerse de emitir su sufragio, es una clara advertencia de que la presente operación de tales instituciones políticas es pobre y ha dejado de representar a la sociedad y ponen en entredicho su carácter de organismos de “interés público”.
El aliancismo pragmático, como fórmula para esconder las debilidades de cada partido, como ha quedado demostrado en fechas recientes, en nada contribuye a la conformación de una vida democrática sólida y sí, en cambio, al mantenimiento de una casta privilegiada para defender intereses de grupo, no siempre compatibles con las necesidades sociales.
En ese sentido, una futura y necesaria reforma electoral, además de adecuaciones al papel de las autoridades en la materia, debería poner énfasis en los objetivos y operación de los partidos políticos, a fin de lograr revitalizar la vida interna de los mismos y donde la participación de la militancia y de simpatizantes se vea recompensada y se traduzca en una efectiva movilidad política.
Sin sacudir el interior de los partidos, a través de un nuevo ordenamiento que permita airear sus funciones y dejar atrás el esquema de cuotas y de cuates, seguiremos viendo los mismos rostros de hace décadas, sin por ello volverse parlamentarios, prestos a cumplir las órdenes partidarias o gubernativas, muchas veces ajenas al interés de la sociedad y del país.
La democracia representativa, para ser real, reclama la supervisión y vigilancia estricta de parte de la sociedad y de las autoridades electorales, con miras a impedir malos manejos de los recursos públicos. Los partidos políticos deberán entregar cuentas claras, en forma similar a como lo hacen las empresas que cotizan en la bolsa de valores para demostrar, en efecto, que el financiamiento que les otorgamos los mexicanos se ocupan para los propósitos asignados.
Aunque el Instituto Nacional Electoral lleva a cabo labores de fiscalización al gasto realizado por los partidos políticos, es por todos conocido cómo en muchas ocasiones, las dirigencias hacen un manejo discrecional de los dineros públicos, reasignándolos casi a capricho.
Si en verdad se quiere un regreso importante de los votantes a las urnas que justifique el esquema de democracia representativa, primero es necesario democratizar la vida interna de los partidos, con una auténtica movilidad política; segundo, endurecer las sanciones hacia los partidos que incumplan con sus funciones y tercero, limitar las coaliciones o alianzas a la compatibilidad ideológica y programática de las distintas fuerzas a unirse.
Sin estos requisitos, la búsqueda del voto perdido será muy parecido a la labor de encontrar una aguja en un pajar.
He dicho.
EFECTO DOMINÓ
¿A quién pondría feliz, feliz, feliz contar con un PRI “aMuratado”, casi guinda? Los priístas deberían revisar el papel de los Murat en la historia del tricolor, seguramente hallarán pasajes muy reveladores y, al mismo tiempo, exigir a su actual dirigencia hacer valer la independencia partidista.
@Edumermo