El pasado 1 de junio de 2025 marcó un hito polémico en la historia democrática de México: la primera elección popular de jueces que culminó con una participación ciudadana dudosa de más menos 13 %.
Además, la OEA documentó irregularidades como “acordeones” y falta de transparencia en criterios de selección. Una reforma impulsada como antídoto contra la corrupción, pero con efectos potencialmente contrarios, pues socava la autonomía judicial.
Desde el PRI, a través del Dirigente Nacional Alejandro Moreno advirtió en 2024: “con la reforma judicial vamos a una dictadura”. Hoy, las evidencias respaldan esa alerta: un Ejecutivo y un Legislativo alineados — con morena al mando— y una ciudadanía desconectada del proceso —para el caso, 87 % del padrón—.
La reforma, promovida desde 2024, transformó la SCJN reduciendo sus integrantes de 11 a 9 y estableciendo períodos de 12 años elegidos por voto popular. Asimismo, incorporó ‘jueces sin rostro’, separó los mecanismos disciplinarios, y descentralizó los cargos judiciales, autorizando su elección universal.
Aunque los defensores del proceso —Sheinbaum y López Obrador— celebran la modernización, comparándola con una “democratización histórica”, la baja votación y la evidente politización de candidaturas (muchas ligadas al partido gobernante) ponen en cuestión su legitimidad.
La OEA recomendó no replicar este modelo en el continente: uso de “acordeones”, falta de criterios de evaluación, y riesgo de captura política del Poder Judicial. En respuesta, Sheinbaum rechazó categóricamente dichas observaciones, acusando injerencia política extranjera.
Primero, la reforma erosiona el principio del Estado de derecho: juez electo puede deber favores a quien lo apoyó. Esto quiebra la imparcialidad y puede condicionar fallo en casos incómodos para el ejecutivo.
Segundo, debilita el sistema de contrapesos: con Morena dominando el Congreso, Palacio y tribunales, la independencia queda en entredicho. El PRI plantea restaurar la independencia judicial a través de: suspender temporalmente el modelo de elección popular hasta superar 50% de participación; establecer criterios técnicos rigurosos supervisados por colegiados académicos y profesionales; crear un mecanismo interpartidista y ciudadano de evaluación que actúe sobre nominaciones; y fomentar debates públicos sobre los perfiles judiciales, eliminando “acordeones” y simulación electoral.
El PRI ya lo dijo en 2024: sin un Poder Judicial independiente, el autoritarismo se cuela en la justicia. Hoy, el riesgo no es fantasía: es tangible. El desafío está planteado: reconstruir un sistema que no sustituya la imparcialidad por popularidad, porque sin una justicia autónoma, la democracia se convierte en un espejismo.
Hoy por hoy, los estragos políticos de esta transformación judicial aún no se sienten con la fuerza que deberían. Para la mayoría de la ciudadanía, los cambios parecen abstractos, técnicos o incluso ajenos a su vida cotidiana.
No hay marchas ni escándalos inmediatos, y eso ha permitido que el nuevo modelo avance sin una oposición social significativa. Sin embargo, este silencio no es sinónimo de aceptación, sino reflejo de una estrategia calculada: las consecuencias más profundas —el debilitamiento de la imparcialidad judicial, la concentración del poder y la erosión del pluralismo— están diseñadas para manifestarse de forma gradual, a lo largo de los próximos años.
La historia constitucional mexicana ha mostrado que los grandes virajes institucionales no se revelan como errores de origen sino como crisis estructurales cuando ya es demasiado tarde.
Lo mismo ocurrió con el presidencialismo hegemónico del siglo XX: su legitimidad fue cuestionada sólo cuando los excesos se volvieron insostenibles. Esta reforma judicial podría seguir ese mismo camino.
La ciudadanía, desconectada por ahora, podría enfrentar en unos años un sistema judicial subordinado, donde el disenso institucional sea penalizado, el juicio político sustituya al argumento jurídico, y el Poder Judicial sea solo una extensión más del poder ejecutivo. El riesgo no es inmediato, pero es latente, profundo y estructural.