Todas las dictaduras comienzan con un líder carismático envuelto en discursos de redención. La historia lo demuestra: primero se debilitan los contrapesos, luego se concentran los poderes, y finalmente, cuando la ciudadanía quiere reaccionar, ya no hay instituciones que la escuchen ni medios que lo denuncien. México transita por ese sendero. Silenciosamente, disfrazado de “transformación”, el gobierno federal ha aprobado un paquete de reformas que consolidan un modelo autoritario desde el marco legal. Bajo el argumento de combatir al crimen, se está institucionalizando la vigilancia masiva, la censura informativa y la militarización del país.
Hoy, México enfrenta una disyuntiva: o se defiende el marco constitucional y los contrapesos democráticos, o se acepta —por omisión o resignación— que la vigilancia, la censura y la militarización se conviertan en instrumentos “legales” del poder. La historia no se cansa de advertirnos: todas las dictaduras comenzaron con leyes aprobadas en parlamentos dóciles, impulsadas por líderes carismáticos y justificaciones populistas. Primero fue el debilitamiento de los organismos autónomos, luego el control de la información, después la vigilancia de los ciudadanos, y finalmente el uso político de las fuerzas armadas. México no está exento de ese patrón.
Una de las reformas más alarmantes es la que permite suspender transmisiones de radio y televisión sin orden judicial, mediante un órgano supuestamente autónomo, que en realidad depende directamente del Ejecutivo. Esta medida ha sido calificada por académicos como “el último clavo en el ataúd de la democracia mediática”. A esto se suma la nueva CURP biométrica que obligará a cada ciudadano a registrar huellas, rostro e iris para acceder a servicios básicos. Según organismos internacionales como Freedom House y la ONU, estas medidas atentan contra el derecho a la privacidad y abren la puerta al uso político de bases de datos sensibles.
Por otro lado, se formaliza la militarización del país al entregar el control de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional. La nueva legislación no solo permite operaciones encubiertas y el uso de identidades falsas, sino que otorga al ejército funciones originalmente reservadas a autoridades civiles. Esto ha encendido alertas en instancias como la OEA y la CIDH, que coinciden en que una democracia que militariza la seguridad pública sin fiscalización externa está en camino de perder su carácter civil. ¿Cuál será el siguiente paso? ¿Veremos a las fuerzas armadas involucradas en procesos electorales o en el control de protestas ciudadanas?
La Ley del Sistema Nacional de Seguridad Pública, por su parte, impone un mando único federal que desactiva la autonomía de estados y municipios. Se otorgan al gobierno central facultades para redistribuir recursos discrecionalmente y centralizar decisiones clave. En el caso del Estado de México, la desaparición del INFOEM y su reemplazo por un órgano bajo el control del Ejecutivo eliminan una herramienta vital de fiscalización ciudadana. Los datos no mienten: se registró un aumento del 41% en solicitudes de información durante el actual gobierno. Justo cuando más se exige transparencia, se cierra el canal institucional para ejercerla.
Estas reformas no representan una modernización, sino un retroceso institucional. No son resultado de una exigencia ciudadana, sino de una voluntad política centralizadora que avanza sin diálogo público, sin escuchar a expertos, y sin considerar los riesgos de entregar herramientas de vigilancia y coerción al poder político. La narrativa oficial repite que todo se hace “por el pueblo”, pero los hechos apuntan a la construcción de un Estado que vigila primero, censura después y rinde cuentas nunca.
El impacto social y económico de este paquete legislativo también merece atención. Al debilitar organismos de fiscalización y transparencia, se incrementa la opacidad en el uso de recursos públicos, lo cual desincentiva la inversión y choca con las mejores prácticas de gobernanza. Empresas nacionales y extranjeras evalúan la incertidumbre normativa y el creciente intervencionismo estatal, lo que coloca a México en desventaja competitiva frente a otros países de la región.
A nivel ciudadano, el miedo y la desconfianza se han convertido en moneda corriente. Las plataformas digitales de protesta y los colectivos de defensa de derechos humanos reportan un aumento de casos de hostigamiento y de seguimiento a activistas. Este clima de intimidación erosiona el espacio cívico, limita el derecho de reunión y crea un ambiente de autocensura que agrava la crisis de representación y la desconexión entre gobernantes y gobernados.
Ante este escenario, la respuesta no puede limitarse a la indignación individual. Es necesario impulsar una agenda de reformas que recupere la autonomía de los organismos reguladores, garantice la supervisión judicial de las medidas de seguridad y restituya la supremacía civil sobre las fuerzas armadas. Asimismo, se debe fortalecer el Estado de derecho a través de iniciativas legislativas que promuevan la rendición de cuentas, la participación ciudadana efectiva y la protección de datos personales.
Hoy no basta con indignarse en privado ni con compartir publicaciones en redes sociales. Este momento exige una ciudadanía activa, crítica y organizada. Los medios de comunicación, las universidades, los colegios profesionales y los propios legisladores con convicción democrática deben alzar la voz y asumir su responsabilidad histórica. No se trata de un partido o de una elección; se trata del futuro institucional del país. Porque sí: toda dictadura comienza con una ley… pero termina sin ninguna.