Una tarde, entretenido y embelesado, leyendo cartas de gente con nombres que resuenan pero que nunca conocí. Se decían hermanos uno al otro, pero ni nacieron de la misma madre carnal ni de la madre patria eran compañeros….
Unas cartas en que, aparte de recordarse los amores (compartidos; y dejo pauta para que imaginen qué amores y qué manera de compartirlos) se decían críticas mordaces de sus auges y bajas en la travesía literaria. Unas añoranzas que podrían haber sacado suspiros, dibujar sonrisas o enrojecer ojos al recordar aquellas vivencias entre hermanos.
Los recuerdos. Los buenos y los malos. Todos publicados de manera lícita y tiernamente alevosa en un fascículo cultural de un periódico que fue cuna de una generación prodigiosa, de escritores de toda la República que vieron creces en la capital federal. Los recuerdos de una amistad entre un dramaturgo romántico, que si no estuviésemos al filo del chisme, diríamos que pudo ser un bolerista y de un guerrillero comunicacional. Un «rojillo» y un «forever». Un «Beatle» y un «Rolling Stone»: esas amistades que se antojan. Que se miran en ficciones, pero que cuando suceden, nos entretienen en un periódico de hace casi setenta años, que estuvo ─a escondidas─ en mis manos, con olor a papel resguardado, por décadas.
En 1953, en la Ciudad de México, se forma una secuencia de apellidos de eco en la mezquita cultural mexicana en las generaciones del 27, del 68 y las generaciones a pro y en pos de ellas. El legado recorrió las calles donde la movilidad periodística aún tiene sus aposentos: Filomeno Mata, Bucareli, Juárez, Madero. Todas las cuadras que viran el Centro Histórico y que tengan aún olor a tinta de periódico flagrante. En la Casa del Periodista ─tan bello salón que tienen los voceros; no más bello que La Ópera, pero ésa va para otros eventos─ y en la vía del trayecto, el Museo Militar, casi en la esquina de Tacuba.
Tacuba. Ahí, donde seguramente, los personajes de dichos apellidos se daban el lujo de echarse el habano y un turco para hilar grandiosas conversaciones. Hablo de los siempre grandes «el Cocodrilo» Huerta, Castillo (Fausto), «el Búho» Sadot Fábila, Eduardo Alonso y los que nos conciernen, al menos por ahora: José Revueltas, Antonio, «el llorado» Prieto y el que trajo, al Nacional, Juan Rejano.
Rejano, al frente del fascículo cultural del periódico El Nacional ─una vitrina que dejó un legado de prestigio, que cada semana daban una versión en letras del México que se proponía a reconstruirse─ tenía en sus filas a René Sadot Fábila, un hombre amante de las letras que junto a Lalo Alonso, otro cazador de papiros bardos, decidieron publicar la edición que a voz y letra de Efraín Huerta, sería denominada «la fábrica de los cuentos mexicanos». Con cuatro volúmenes, se hizo pública Cuentalia.
Cuentalia inició con un cuento de Fausto Castillo y con ficciones de Efraín Huerta en sus páginas. Ahí, José Revueltas se mantuvo quieto. Ideando y degustando. Echando ojo alegre a Leticia Ocharán, otra poeta que se hizo letra gruesa en La Nación (pero ése es otro cuento). Lo que les propongo narrar es la ambrosía del chisme: el de los textos que vinieron en el número dos de Cuentalia. Y aquellos ojos privilegiados que lograron evidenciar la correspondencia entre Antonio Prieto, que publicaba en la segunda entrega, el cuento Mi Primera Noche, el cual, a pocas semanas de su rotación, Pepe Revueltas le dirigía unas cartas donde le profesaba admiración, pero cierto descontento.
¿Y quién se hizo de tantos chismes y los convirtió en suceso? Juan Rejano: el Director Editorial de la sección cultural del periódico de la época cincuentera/sesentera, que aún era tabloide de circulación. Años después, (incluso pasaron tantos años, que ni los padres de Cuentalia se acordaban de lo que ocurrió, dixit a Huerta) aparece el cuento Mi Primera Noche por segunda ocasión, con mayor apreciación y con una cola de tres cartas: dos de José Revueltas y una de Toño Prieto.
Las de Huerta remarcaban la grandeza de la sutil pluma de Prieto y la musicalidad del cuento. Lo trágico y lo sensible de un amor nocturno. Lo que cualquier jovenzuelo tenía provocaciones humanas con una vedette que gana sus noches con fichas en la mesa de un rubro cantinero. Pero también dibuja una queja que dudaba de la secuencia del cuento, como si el hecho que lo inspirara tuviese une mínima versión distinta: ¿quién fue quien amó con frenesí a esa mujer que desvirgó a ese joven? ¿Y quién fue ese joven que celebró el desflorar? ¿Prieto hablaba de un joven Prieto, enamorado de una fichera? ¿O hablaba de una noche de exceso y pasión primeriza de un José Revueltas?
Si hablaba de Prieto, describe un amor hecho a la medida, pero muy shakesperiano: ajeno, casi prohibido y falaz. Pero si hablaba de José Revueltas, el forajido. El eterno militante. El Revueltas que ha cumplido la centena de años de partir y un legado de intelectuales revolucionarios… si hablaba de ese José Revueltas, entonces explicaba un lado dócil. El mismo que comparte la pasión por la escena política del 68, pero adornado con boleros y hálitos embebidos de cerveza barata.
Mi Primera Noche pudo ser la noche de alguien más. Y aunque no parezca la gran cosa, para mí lo es. Y puedo asegurar que para todos los que nos dedicamos al giro impreso resulta de interés. Un español poeta y directivo empresarial fijó mirada en esa relación. Entre Revueltas y Prieto. Aquellos dos que dedicaban las letras para un uso distinto. Uno hablaba de la misma manera el amar a una mujer prohibida como se amaba a una nación dominada por otros vicios, pero las amaba como eran. A su manera, provocativas y desiguales, pero era un sentimiento libre. Un sentimiento continuo y que se quedó plasmado en correspondencias sumas donde detallaban aquellas noches masculinas y pícaras, donde por mínimas cantidades de dinero, dos amigos trataban de olvidar la juventud dura y la pasión por escribir. Se decían lo bueno y lo malo. Lo frito, lo capeado y lo mal sazonado de los textos, pero Prieto siempre fue amable y aceptó las críticas. Y en silencio, en unas comas cómplices, Revueltas aceptaba la veracidad de lo descrito, pero contemplaba la posibilidad de que aún existiese otras letras excluidas.
Ambos mostraban que la revolución era un sentimiento puro y que el perderlo ahora, a estas alturas de la historia contemporánea, sería como perderlas en un periódico resguardado, de una biblioteca personal llena de polvo, en honor a un tertulio que dio su último respiro en un México que mereció sus apuestas, sus logros y sus fracasos. Rejano tuvo en sus manos el número dos de la extinta Cuentalia, que desgraciadamente, estas generaciones jamás pudimos conocer.
Pequeños tesoros se encuentran en unos sobres amarillentos. Esa costumbre de escribirse, aunque sea en un móvil, con emojis y esas cosas, pueden aparecer como un fascículo en Babelia. Jamás limiten sus emociones. Jamás se cohiban de nada que ocurra. Y siempre sigan la ficción de su amigo y vívanla como la realidad, aunque sea complejo saber en un futuro la absoluta veracidad.
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