De la gran cantidad de “conservas” que ha ido acumulando López Obrador a lo largo de su carrera política, es muy factible que un buen número de ellas ya se le echaron a perder, deben estar infladas y muchas otras, en definitiva, nadie se las compra porque su fecha de caducidad venció hace mucho tiempo.
Por más liberal que se diga y que no es cajita fuerte, el tabasqueño es propenso a guardar e ir amontonando programas y proyectos de hace 50 años, que la necia realidad se han encargado de mostrar su inutilidad. Pero como es un conservador compulsivo, no le gusta desechar nada, con la idea de que en algún momento tendrán alguna utilidad.
Entre sus conservas favoritas que ocupan un lugar privilegiado en su alacena, que es lo suficientemente grande para guardar todas aquellas que heredó desde las épocas de su guía espiritual, Luis Echeverría, se encuentran sus favoritas: las latas de populismo y de estatismo.
Ahí están la reedición del Estado benefactor, a través de sus programas sociales; la búsqueda de la autosuficiencia en casi todos los rubros -alimentos, petróleo, electricidad, gas-, en un mundo cada día más interdependiente y que necesita economías de escala para seguir progresando.
Junto a ellas, se encuentran las que a diario esparce entre su feligresía: rencores, venganzas, divisiones; todas ellas con una buena pizca de victimización para endulzar el proceso destructivo de un modelo de desarrollo, el neoliberalismo que, desde su punto de vista, es el causante de todos los males habidos y por haber.
Otra de sus confituras predilectas es el absolutismo. Esa visión centralista de que el primer mandatario es el dador de gracias y dones para quienes se pliegan a sus caprichos; y castigos y penalidades a todos aquellos herejes que osan dudar de su evangelio cuatroteísta.
También en su estante se encuentran frascos con condimentos agotados o que de tanto uso han ido perdiendo el efecto deseado, sin haber logrado medianamente los cambios que buscaba, unos por irrealizables y otros por sus evidentes limitaciones conceptuales y de ejecución.
Ante lo innegable de estos hechos, el presidente López Obrador se ha dado cuenta que el tiempo se le pasa y que sus sueños de grandeza empiezan a desvanecerse, sobre todo porque la pandemia saco a relucir todas las fallas de su proyecto.
Es improbable que la economía mexicana llegue a alcanzar un promedio sexenal de crecimiento del 4 por ciento anual; menos aún que la pobreza extrema disminuya, cuando cada día aumenta el número de compatriotas que caen en esa condición; recuperar la grandeza de Pemex y de la CFE es menos que imposible, ante las posibilidades reales de que puedan caer en quiebra.
Así, próximo a llegar a la mitad de su mandato, López Obrador empieza a ver con mayor frecuencia el frasco donde guarda el nombre de quien desea sea su sucesor; envase, que ha mantenido completamente sellado, pero una vez que lo abra, al entrar en contacto con el aire, su contenido tal vez se oxide, se evapore o, de plano, se avinagre.
Lo bueno es que ya se está preparando psicológicamente para dejar el poder. Tal vez en ese momento decida deshacerse de las conservas que tanto atesora.
He dicho.
EFECTO DOMINO
Un día después el mismo juez que echó abajo la Política de Confiabilidad en la industria eléctrica, otorgó una suspensión temporal contra todo lo previsto en la Ley de la Industria Eléctrica, recién aprobada por el Congreso de la Unión, que no le cambió ni una coma a la iniciativa presidencial.