El dolor que sufre la familia, gente cercana y el pueblo de Uruapan por el asesinato de su presidente municipal, Carlos Manzo Rodríguez, no se mitiga ni alivia con un “condeno enérgicamente”, ni con un “lamento profundamente”, ni con la promesa de que “no habrá impunidad”. Estas solo son frases protocolarias que han emitido legisladores y autoridades del gobierno de Michoacán y de la República que son los responsables de garantizar el Estado de Derecho.
La delincuencia acabó con la única esperanza que tenía Uruapan para recuperar su paz y tranquilidad ante la inacción de un Gobierno estatal. Abatieron a un alcalde que llegó con el respaldo de más del 60% de ciudadanos, sin el apoyo de ningún partido político, y que tenía la firme convicción y decisión de hacer frente a los problemas de inseguridad.
Los Poderes estatales y federales fueron omisos e indolentes, desde el ámbito de su competencia, al llamado público de Carlos Manzo, quien desde meses atrás alzó la voz solicitando apoyo para enfrentar al crimen organizado. México fue testigo de su clamor, de su abandono y, a pesar de ello, de su lucha férrea por cumplir con el compromiso asumido para dar certidumbre y garantizar la seguridad de los más de 350 mil habitantes del municipio.
El poder negó, minimizó y eludió la realidad de esa localidad que se ha ido deteriorando al correr de los años. Solo por mencionar hechos recientes, Manzo Rodríguez canceló el Grito de Independencia el 15 de septiembre por las condiciones de inseguridad; en octubre denunció el retiro por parte de la Federación de los elementos de la Guardia Nacional, dejando a la población vulnerable e indefensa, a merced de la delincuencia, y en ese mismo mes fue abatido el líder de los limoneros de la región, Bernardo Bravo Manríquez, quien denunció las extorsiones que vive día a día el sector agrícola.
Esta tragedia golpeó duramente a Michoacán porque una vez más evidenció la pasividad y el fracaso de su gobernador morenista Alfredo Ramírez Bedolla para:
- Combatir la violencia, las desapariciones que según La Red Lupa del Instituto Mexicano de Derechos Humanos y Democracia A. C., al 16 de mayo de 2025 ascendían a 6,829, lo que comparado con 2024 representó un incremento de 978 casos, siendo Uruapan el segundo municipio con el mayor número, 690.
- Y recuperar el control de la economía donde imperan las reglas para el comercio e industria impuestas por la delincuencia, además de evitar el robo a transportistas y las actividades ilícitas que cada vez se extienden más.
Estos hechos obligaron a los michoacanos a transformar su miedo en indignación y hartazgo, a exigir justicia no solo para el alcalde ultimado, sino también para ellos. Salieron a las calles de Uruapan y Morelia a manifestarse, protestas que se extendieron a otros municipios como Apatzingán, Pátzcuaro y Lázaro Cárdenas para exigir la renuncia del gobernador Ramírez Bedolla.
Es así que estamos ante una crisis de gobernabilidad profunda porque la autoridad ha perdido la legitimidad para defender al pueblo y su confianza para recuperar la paz. Lo ocurrido en Uruapan es el recordatorio más amargo de que la violencia se desata cuando las instituciones fallan, cuando la justicia no llega y cuando los llamados de auxilio se minimizan.
Recordemos que hace casi 20 años el entonces gobernador Lázaro Cárdenas Batel, quien hoy es colaborador cercano a la Presidencia de la República solicitó apoyo al entonces presidente Felipe Calderón para combatir la delincuencia en esa entidad. Desde entonces han pasado administraciones del PAN, del PRI, del PRD y de Morena, a nivel federal y estatal, y ninguno ha podido controlar y cambiar la realidad en que vive Michoacán.
Porque mientras la clase política persista en la simulación y eluda su responsabilidad histórica, con declaraciones vacías, el costo de este abandono lo pagará ese estado y todo el país.
Estamos sentenciados a vivir en un Estado donde la valentía se castiga y donde la autoridad se doblega. El asesinato de un alcalde no es un hecho aislado: es el epílogo trágico de la indiferencia oficial.
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