No existe narrativa oficial capaz de ocultar la realidad que viven millones de mexicanos: hartazgo, miedo y frustración ante una inseguridad que se expresa en asesinatos, desapariciones, robos, extorsiones, control territorial y económico. A esto se suma el agravio y enojo por la corrupción e impunidad de quienes ocupan cargos públicos y los utilizan para servirse, no para servir.
Quienes protestan de manera pacífica en las calles, plazas públicas, redes sociales y medios de comunicación, ejercen su derecho a exigir que las autoridades atiendan sus obligaciones en materia de seguridad, legalidad y bienestar.
Desde una, 100 o miles de personas, sean jóvenes que estudian y trabajan, madres buscadoras de sus hijos, familiares de enfermos que requieren atención y medicinas, integrantes de la clase media que aspiran a un mejor futuro, productores del campo que pierden a manos del crimen, transportistas que arriesgan su patrimonio en las carreteras, profesionistas en la informalidad, empresarios presionados por los altos costos de producción, adultos mayores que estiran su pensión por la inflación, y hasta los “chavorrucos”, todos merecen ser escuchados por el Estado, sin distinción.
Cuando un Gobierno elige a quien escucha, cuando descalifica y denosta a quienes levantan la voz, siembra división, muestra su negación para cumplir con las responsabilidades constitucionales que juro al tomar protesta al cargo y protege a los grupos con los que coincide políticamente.
Esto quedó claro la semana pasada cuando la presidenta Claudia Sheinbaum dedicó gran parte de su tiempo a desacreditar las protestas del sábado 15, donde miles de mexicanos se manifestaron en decenas de plazas del país contra la violencia y la corrupción.
Si bien esta iniciativa de protesta fue convocada originalmente por los jóvenes, más allá de su preferencia política, a esta se sumaron familias enteras quienes caminaron con sus niños y adolescentes para reclamar al Gobierno UN MÉXICO EN PAZ, porque esta Nación no pertenece a un solo grupo, sino a todos.
En la Ciudad de México (CDMX) a pesar de las descalificaciones, la gran asistencia y el avance de la marcha que se dirigía al Zócalo fue pacífico. Lo vimos gracias a las transmisiones en vivo que realizaron por las redes sociales quienes caminaban por Reforma y Juárez, y por algunos medios de comunicación.
Fuimos testigos, paso a paso, de lo que sucedía por los comentarios, fotografías y videos compartidos por la ciudadanía. Todos ellos difundieron la verdadera narrativa del pueblo, una muy distinta a la oficial.
Esa narrativa visual evidenció que los elementos de seguridad de la CDMX redujeron a una sola entrada el acceso al Zócalo para limitar el tránsito de manifestantes, desalentar la movilización y disminuir su presencia en la plancha del corazón de nuestro país, porque esta fue la primera protesta contra el Gobierno Federal.
También observamos la infiltración de un grupo de choque, del llamado Bloque Negro que, como lo mencionaba Raymundo Riva Palacio en el periódico El Financiero, “nació en las entrañas del ala radical del obradorismo” para provocar violencia y desorden; y como lo señalaba Sergio Aguayo en el periódico Reforma, este grupo, desde 2012, aparece para desprestigiar las marchas de todas las fuerzas, “las únicas dejadas en paz son las de MORENA”.
Y fueron precisamente los integrantes del Bloque Negro quienes crearon las condiciones de violencia y caos con sus actos vandálicos y agredieron a la policía de la capital. Este bloque propició la represión brutal por parte de las fuerzas de seguridad contra los jóvenes, contra las familias, contra los mexicanos. Violencia nunca antes vista en los tiempos modernos de México.
La más reciente aparición del Bloque Negro fue en la marcha del 2 de octubre, donde ocasionó destrozos y robos, y huyeron tranquilamente como ocurrió este 15 de noviembre; porque para ellos sí hay tolerancia, protección e impunidad. El Gobierno de la CDMX ya se tardó en aplicar la ley a este grupo de choque.
Los mexicanos no fomentan la división, ni el odio, ni la violencia, por el contrario, condenan y repudian estos actos. Lo que claman es justicia y respeto, porque la responsabilidad primigenia del Estado Mexicano es garantizar la seguridad y el orden constitucional.
Somos un pueblo pacífico, trabajador y solidario que se siente agraviado por la delincuencia y la corrupción, pero también por un Gobierno que se victimiza, no es empático y evita escuchar la realidad que aqueja al país.
El discurso oficialista está agotado y rebasado, la realidad no puede ocultarse: el pueblo está en las calles, reclamando lo que por derecho le pertenece: un país sin corrupción y sin miedo. Y la única forma de apaciguar el hartazgo es con resultados, garantizando el Estado de Derecho para todos, porque lo que está en juego no es la narrativa, es la República.












